Premio Vivalectura 2008


Una experiencia de estímulo de la lectura en el Tercer Ciclo de la E.G. B.
Relato,  propuesta didáctica y justificación teórica.
Eduardo Sacheri


1. Justificación:
La experiencia que me propongo narrar a continuación nació a partir de un fracaso: el que sufrí apenas me designaron, en 1998, para dar clases de Ciencias Sociales en el 9º Año de E.G.B. en una escuela situada en un barrio marginal del conurbano bonaerense. Al principio me propuse establecer, en las clases, una dinámica similar a la que aplicaba con chicos de otras escuelas, y que se basaba en alternar mis explicaciones con las intervenciones del grupo, y con el trabajo sobre textos específicos. Ese trabajo con textos resultó impracticable. Mis alumnos no conseguían llevarlo adelante. Supuse primero que se trataba de dificultades con el vocabulario. Pero el problema era más profundo. Y tenía su origen en la lectura. Yo había partido de la base –errónea- de que, siendo chicos y chicas de entre 14 y 16 años, eran lectores más o menos competentes. Sin embargo, puestos a comprobarlo, los resultados fueron abrumadores. En cada grupo de treinta chicos, los que eran capaces de una lectura expresiva se contaban con los dedos de una mano. Para el resto, la lectura era una actividad tan engorrosa, tan lenta, tan trabada, tan desarticulada, que resultaba imposible seguir el hilo de lo que se decía. Esa comprobación me obligó a modificar nuestras estrategias para la manipulación de los textos en clase. Abandonada la suposición de una lectura competente, empezamos a trabajar en una lectura grupal guiada por la mía, hecha en voz alta. La voz del docente pasó a tener la función de “habilitadora”, de puerta de entrada al texto.La lectura hecha de este modo, convertida en oralización expresiva, le daba sentido a textos que de otro modo resultaban ininteligibles. Claro que esa especie de “lectura con muletas” no podía postularse como un objetivo en sí mismo, ni como una estrategia de largo plazo. Servía, en todo caso, para desnudar el problema básico: la pésima relación que entablaban mis alumnos con la palabra escrita. Eran incapaces de leer correctamente. Vivían la lectura como un castigo. El desafío era, ni más ni menos, disolver esa hostilidad.

2. Objetivos.
Mi objetivo central se convirtió, entonces, en buscar caminos que reconciliaran a los chicos con la palabra escrita. Y el instrumento para esa reconciliación debía pasar por el placer. Si lográbamos convertir la lectura en una experiencia placentera, era posible que los alumnos se atreviesen a incorporar esa práctica con menos insatisfacción, con menos angustia. Me remonté a mi propia experiencia, a mi propia infancia, a mi propio ingreso en el universo lector: ¿qué me había convertido a mí en lector cuando era chico? La narrativa. La ficción. Esas historias que vivían encerradas en las páginas de los libros. Las aventuras, las pasiones, las venganzas, los amores, la sangre, la vida, la risa y la muerte que se desataban cuando abría sus páginas y las leía. Estos chicos que ahora eran mis alumnos eran ajenos a ese mundo. Pero no porque les faltasen los resortes emocionales como para disfrutarlo, sino porque nadie les había enseñado a transitarlo. O más aún: porque nadie lo había transitado con ellos. La escuela de esos chicos no era una escuela de lectores, empezando por los docentes que tenían. Para quienes hoy tenemos cuarenta años, nuestra experiencia escolar fue el encuentro de una generación de docentes lectores con una generación de alumnos no lectores. Hoy en día, muchas escuelas son el encuentro de una generación de docentes que no lee, con otra de alumnos que no tiene de quién aprender a leer. A leer más allá de la mecánica de los fonemas. A leer por gusto, por placer, por el deseo de saber qué ocurre al otro lado de la página. Muchos docentes recomiendan a sus alumnos que lean, aunque esos alumnos casi nunca vean a esos docentes con libros en la mano. Hacen pensar en un médico que recomienda a sus paciente que haga vida sana, mientras dibuja anillos con el humo de su cigarrillo.


3. Metodología.
3.a. El ensayo.
Un día cualquiera repartí en la clase varias fotocopias de un cuento de Mario Benedetti, cuya extensión no supera los veinte renglones: Un boliviano con salida al mar. ¿Por qué este cuento? Podría decir que lo elegí porque en él Benedetti expresa maravillosamente lo que significa el relato como puente entre la realidad que es y la que podría ser, aunque no sea. También podría decir que lo escogí porque su protagonista hace el mismo trayecto que yo deseaba que hiciéramos nosotros en el aula. Ambas razones son ciertas. Pero sobre todo lo elegí porque es un cuento bellísimo.
Y el efecto con los chicos fue notable. El clima que generamos al leerlo en voz alta demoró en disiparse. Y la imagen de Aniceto –su protagonista-, en su tránsito desde el rol de cronista al de narrador de ficción, espejaba nuestro propio recorrido. Hasta el momento en que empezamos a leer estábamos en una escuela del Gran Buenos Aires. Al momento siguiente, y por el simple gesto grupal de leer juntos, nos habíamos dejado llevar por Benedetti al piso de tierra de un rancho en el altiplano, como Aniceto había hecho con los suyos hacia el mar. Tal vez a quien lea estas páginas pueda parecerle exagerada mi sorpresa. Pero para mí tuvo una importancia radical, porque me sirvió para  comprobar un dato importantísimo: a esos chicos hacía años que nadie les leía un cuento, y les había encantado que alguien volviese a hacerlo. De ahí en adelante la tarea consistió en sistematizar esa acción fortuita

3.b. La sistematización.
La sesión de lectura abarca una media hora. Un cuento breve suele insumir ese tiempo, y otro más largo puede involucrar tres o cuatro sesiones, que se inician con un repaso de lo leído hasta el momento. Si se trata de un autor que los chicos aún no conocen, el docente les ofrece una breve noticia biográfica del autor. Luego comienza propiamente la lectura.
Una consigna indeclinable es que todos –absolutamente todos- deberán leer cuando les llegue el turno. No es una competición, ni es una prueba de habilidad. Es una práctica que busca el placer colectivo. Por lo tanto todos deben participar equitativamente. Nadie está autorizado a corregir errores ajenos, ni mucho menos a burlarse de ellos. Cada chico lee una extensión de entre ocho y quince renglones. El docente debe conocer muy bien el texto para medir precisamente la complejidad con que van a toparse, y evitar que los menos aventajados se fatiguen ante un párrafo demasiado complejo, o plagado de vocabulario desconocido, o que alterna líneas de diálogo.
No hace falta avisarle a cada chico dónde debe detenerse. El docente marca la pausa cuando inicia la relectura de lo que el alumno acaba de leer. ¿Con qué objeto hace esa relectura? Muchos chicos tienen tantas dificultades para leer en voz alta que, de lo contrario, la historia se torna inentendible para el resto. La voz del docente, repasando la porción que acaba de leerse, fija los parámetros del ritmo y ayuda a esclarecer la trama. Pero atención: el docente no relee únicamente después de los chicos que leen mal. Siempre debe hacerlo. De ese modo todos lo asumen como parte de la práctica, y suelen leer más relajados, sin sentirse examinados. Les queda más claro que no estamos verificando cómo leen, sino que estamos disfrutando de leer juntos. Además, los muy malos lectores saben que no perjudican a nadie con sus errores. La voz del adulto viene a sostenerlos, subsanando esas equivocaciones. A cada rato, el docente abre el diálogo para conversar con el grupo sobre el desarrollo de la trama, la revisión del vocabulario, el ensayo de hipótesis sobre las derivaciones posteriores del argumento, el bosquejo del retrato de los personajes.
A menudo el entusiasmo de los grupos por el taller permite, sobre fin de año, ensayar un taller de escritura de cuentos. Los chicos dedican algunas clases a escribirlos, los pasan en limpio en su casa y los entregan al docente. Este los lee con la misma metodología que los cuentos de autores consagrados, aunque sin que los chicos participen en la operación lectora. La idea es que se mantenga hasta último momento el anonimato de los autores, para que todos se animen a escribir del modo que puedan sobre lo que quieran.  Una vez compartidos los cuentos de todos, se realiza una votación dentro del grupo para elegir a los que más han gustado. A los más votados  sí se los nombra al final, para brindarles el reconocimiento del grupo.

4. Público destinatario.
En nuestra experiencia, trabajamos con chicos de 9º año de la E.G.B. (ahora en vías de conversión en 3º año de la Escuela Secundaria Básica). Pero consideramos que puede aplicarse a chicos mayores y menores, en todo el arco de la nueva escuela secundaria en vías de constitución. ¿Por qué nuestro interés en este mundo adolescente? Porque para muchos es la “última oportunidad”: muchos no terminarán los estudios secundarios. Otros muchos no seguirán, después, estudios superiores. Por eso se trata de un momento clave. Han dejado atrás la escuela primaria, muchas veces sin encontrar el placer por la lectura. Y muchos de ellos están a punto de abandonar el marco de una educación institucionalizada. ¿Sirve un programa de estímulo lector para subsanar los baches de su formación académica? No. En absoluto. Pero si antes de terminar su vínculo con la escuela conocen el afecto por los libros, su posibilidad de echar raíces en el universo lector será mucho mayor.

5. Evaluación.
No dispongo de una evaluación cuantitativa certera para ponderar los resultados de esta experiencia. Pero posiblemente valgan en su reemplazo numerosas señales, fuertes indicios, que se reiteran año tras año.
El comportamiento de los chicos y chicas. Por lo general, ni siquiera hace falta pedir silencio mientras desarrollamos el taller lector. Y es enormemente inusual que haya problemas de conducta durante su transcurso.
La puntualidad. En muchas escuelas del conurbano es todo un problema delimitar los horarios de recreo, y es habitual que muchos chicos demoren el reingreso a las aulas escabullándose en los baños, los pasillos y los patios. Cuando les avisamos que el taller lector se iniciará al toque de timbre, es habitual que casi todos los alumnos del curso estén en el aula a tiempo.
La fuerza de voluntad. Son muchos los alumnos que almuerzan en el comedor de la escuela, y para hacerlo se retiran de la clase con casi media hora de antelación al final de la jornada. Cuando el taller transcurre en esa parte final del día, es habitual que esos chicos demoren su salida hacia el almuerzo para no perderse el desenlace de las historias que estamos compartiendo.
La hora de irse. En cualquier día de clase ordinaria, los chicos se desesperan por salir a formar cuanto antes. Si estamos cerca del desenlace de un cuento, no tienen problema en quedarse cinco o diez minutos después de hora para conocer ese final, aunque todos los otros cursos ya se hayan ido.
La biblioteca. Cuando el taller lleva varias semanas de funcionamiento, es habitual que chicos de noveno año, que jamás la han pisado con anterioridad por voluntad propia, concurran a buscar algún libro de los autores que llevamos trabajados. Para llevarlos a su casa –hecho venturoso- o para leerlo durante una hora libre –milagro irrefutable-.
Lo mejor de todo: ¿Por qué me parece un proyecto susceptible de aplicarse en otras escuelas? Porque es una acción simple, sencilla y sumamente plástica.
Para empezar, el diagnóstico. Lo que ocurre en Barrio Rivadavia es aplicable a muchísimos lugares de la Argentina. No me refiero sólo a la situación de pobreza y marginalidad, sino también a la falta de deseo lector.
Sigamos por los coordinadores, es decir, los docentes. Cualquier profesor o maestro, más allá de la asignatura que dicte, puede ponerlo en práctica.
Agreguemos los costos, que son irrisorios y no afectan la propiedad intelectual de los autores ni las casas editoriales, a partir del escasísimo número de fotocopias necesarias.
Sumemos la maleabilidad de la biblioteca. El grupo –docente y alumnos- irán definiendo el perfil de las lecturas: autores, temas y obras se deciden a lo largo del año como resultado de las elecciones del conjunto, y no por la decisión de una instancia externa que diga lo que debe leerse y lo que no.
Adicionemos la flexibilidad de los tiempos. Puede hacerse cualquier día, a cualquier hora, todas las veces que se quiera o se pueda.

Una hipótesis a modo de cierre.
Me gustaría cerrar esta evaluación con algunas consideraciones que apunten a justificar los resultados desde la reflexión sobre la historia de las prácticas lectoras y su evolución.
Según las visiones clásicas de la historia de la lectura en Occidente se producía una evolución lineal que iba desde una práctica oral y colectiva en la Edad Media hasta la lectura silenciosa e individual del mundo contemporáneo.
Aunque los estudios más recientes sobre la historia de la lectura dan por tierra con esa visión lineal y unívoca, la institución escolar asienta su visión sobre la problemática de la lectura precisamente en esa aproximación perimida. Para la escuela, en su quehacer cotidiano, la lectura visual y silenciosa es la meta a alcanzar por el alumno lector. Por supuesto que en el mundo contemporáneo la lectura visual es imprescindible para un sinnúmero de actividades. Sin embargo: ¿qué hacemos con los chicos que a los doce, los catorce o los dieciséis años no han logrado sólidas competencias lectoras y, por lo tanto, aborrecen leer?
Los investigadores que han explorado en los últimos años los hábitos lectores de la Edad Moderna advierten que las elites letradas del Antiguo Régimen seguían leyendo en voz alta. Y no porque lo necesitasen. Sino porque les proveía placer; el placer de compartir la sociabilidad, los lazos afectivos de un pequeño grupo de amigos o de la familia. Y de idéntico modo, las clases populares no apelaban a la lectura en voz alta sólo por falta de pericia, sino también por el atractivo de la experiencia compartida.
Fue recién a fines del siglo XIX, cuando la lectura en voz alta quedó relegada como un hábito de viejos y se volvió excluyente la lectura silenciosa. Y ello dentro de un marco socio-cultural más amplio: la burguesía triunfante impuso cómodamente sus valores al conjunto social. El recogimiento, la autocelebración del individuo, la exaltación del hogar como refugio íntimo, teñirían de ahí en adelante las prácticas humanas en general y las lectoras en particular. Pero aún en ese contexto triunfal de la lectura silenciosa, perviviría cierto malestar, una indefinida resistencia, vestigios de antiguas prácticas emparentadas con formas de sociabilidad más tradicionales.
Vivimos una época que ha puesto en crisis –probablemente definitiva y terminal- la cultura burguesa tal como fue concebida y materializada desde fines del siglo XVIII hasta las grandes catástrofes que la sacudieron a lo largo del siglo XX. ¿No será entonces el tiempo de entender la crisis de los hábitos lectores de las jóvenes generaciones como un emergente de cambios histórico-sociales más profundos y abarcantes? Si este es el caso, el estímulo de la lectura tal vez deba pasar no tanto por la insistencia en el fomento automático de prácticas que se corresponden con un momento histórico ya pretérito, sino con la exploración de nuevas alternativas.
¿Es demasiado audaz encontrar puntos de contacto entre la Modernidad del Antiguo Régimen y esta vagamente denominada Pos-modernidad del siglo XXI? Por supuesto que si pretendemos establecer un paralelo general seríamos temerarios. ¿Pero qué ocurre si nos limitamos al vínculo general de la sociedad con la palabra escrita? Ambas son culturas en las que la imagen resulta en extremo operativa para grandes sectores de la población. Culturas en las que grandes masas no pueden ser consideradas lectores competentes. Culturas en las que sólo minorías escogen como vehículo de comunicación la palabra impresa. Si nos limitamos a estos rasgos, tal vez la comparación propuesta es de una audacia tolerable.
Permítaseme avanzar en una idea: supongamos, con los historiadores de la lectura que he citado hasta aquí, que la lectura ha evolucionado profundamente a lo largo de los últimos quinientos años, por lo menos. Sumemos la circunstancia de que estos estudios recientes rescatan que la lectura en voz alta fue una práctica de larga supervivencia, hasta casi los albores del siglo XX. Agreguemos que todos esos estudios destacan que la historia de la lectura en Occidente marca la coexistencia de comunidades de lectores con competencias disímiles, que protagonizaban estilos de lectura igual de disímiles. ¿Podemos interpretar nuestra propia época como caracterizada por la existencia de mansos horizontes universales? ¿O vivimos una fragmentación social y cultural todavía más marcada que en los siglos pretéritos?
Acordemos, por otra parte, que la lectura silenciosa, triunfante en la sociedad burguesa decimonónica, tiñó la mirada que los estudiosos volcaron sobre los siglos anteriores. Avancemos un poco más, diciendo que muchas de las estrategias que en la actualidad se proponen para fomentar la lectura en nuestros alumnos tienen, como punto de llegada implícito (cuando no también como punto de partida), ese tipo de lectura silenciosa e introspectiva.
El reinado de la lectura silenciosa se construyó en la cultura occidental durante el siglo XIX, por una burguesía triunfante que se retiraba de la mirada de los demás y construía ocios íntimos y personales. Una época en la que la familia era un marco sólido de inscripción de la experiencia individual. Un tiempo en el que la relación con el Estado, y la delimitación de un espacio público, iban de la mano con un recorte enaltecido de lo privado. ¿Vivimos aún en ese mundo? ¿O habitamos otro, en el que esos valores burgueses se encuentran en profundo entredicho, en el que las estructuras familiares tradicionales han hecho crisis, en el que los antiguos paradigmas de relación con Dios y con la sociedad se han derrumbado, en el que el ser humano tiene como tarea pendiente no tanto fortalecer su individualidad y su autoconciencia sino los vínculos que lo conecten a los demás? Si el mundo ha cambiado: ¿puede permanecer inalterable la forma de leer?
Siguiendo esta línea argumental, una insistencia machacona en que lectores muy inhábiles adopten, sin más trámite,  estrategias propias de lectores diestros, sin que eso les signifique una frustración, un disgusto, una experiencia nada placentera, puede parecernos en el mejor de los casos un proceder ingenuo, y en el peor, un accionar inútil.
En esta manera de entender el problema las herramientas que propongo en nuestra experiencia práctica con los chicos del Partido de Merlo adquieren un sentido, tal vez una fundamentación.
Nuestros chicos han atravesado la edad en la que supuestamente debían convertirse en lectores competentes sin conseguirlo. No saben leer de otra manera que no sea subvocalizando (en el mejor de los casos). ¿Cómo se aproximaban los lectores poco competentes del Antiguo Régimen al universo lector? Desde la experiencia grupal y oralizada. Por otro lado, nuestros chicos tienen, por la realidad en la que viven, enormes dificultades a nivel de su inserción familiar y comunitaria. ¿Qué significaba leer en voz alta para los lectores de la Modernidad (competentes o no)? Un espacio de sociabilidad privilegiado. Lazos comunitarios, e introducción en el mundo de lo escrito. Vínculos de sociabilidad, lecturas compartidas en voz alta. ¿Es descabellado suponer que esa combinación es la que da resultados con nuestros chicos de Barrio Rivadavia?
Si esta propuesta de lectura grupal en voz alta funciona tal vez se deba a que ofrece, en una cultura des-alfabetizada, una oportunidad doble a nuestros chicos de barrios carecientes. El impulso del esfuerzo colectivo y de la lectura expresiva de nuestro prójimo como trampolín para zambullirse en el mundo de la palabra escrita. Y para chicos con profundas heridas en sus vínculos sociales –de todo tipo- una chance de entablar vínculos con otras personas que comparten con ellos el amor incipiente por develar los múltiples mundos que los escritores han atesorado en los libros.
Lo que funciona con nuestro taller lector es, en suma, cultivar la oralización de la lectura, socializar la práctica, como un modo legítimo de aproximación al texto. Modo legítimo, modo más fácil, modo solidario, modo que tal vez la escuela deba tolerar más allá de la más tierna infancia, no como práctica que hay que apresurarse a desterrar, sino como estrategia que, bien aprovechada, puede regenerar el vínculo entre lector y texto, desde el placer del descubrimiento y la comunicación con el otro. Y “de paso”: esta estrategia es también un modo de trabajar, indirectamente, el valor de la solidaridad, del trabajo en común, de la cooperación constructiva. Que un grupo de chicos criado en un país asolado por el individualismo más extremo e inescrupuloso y castigado por una lógica perversa de salvarse solos o agonizar igual de solos, experimente aquí el placer del lazo colectivo,  la profundidad de la comunicación horizontal, la magia del hallazgo comunitario, y todo mientras forman parte de un clan de lectores que desmenuzan una historia que poco a poco se les va desvelando, no parece poca cosa. Más bien todo lo contrario.


6. Bibliografía.

Aries, Philippe: “Para una historia de la vida privada”, en Ariés, Philippe (dir.): “Historia de la vida privada”, Buenos Aires, Taurus, 1990. Tomo 5: “El proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo XVIII”.

Chartier, Roger: “Introducción a una historia de las prácticas de lectura en la era moderna (siglos XVI-XVIII)”. En “El mundo como representación”, Barcelona, Gedisa, 1996.

Chartier, Roger: “Las prácticas de lo escrito”, en Ariés, Philippe (dir.): “Historia de la vida privada”, Buenos Aires, Taurus, 1990. Tomo 5: “El proceso de cambio en la sociedad del siglo XVI a la sociedad del siglo XVIII”.

Chartier, Roger: “Los libros azules” En “El mundo como representación”, Barcelona, Gedisa, 1996.

Chartier, Roger: “Ocio y sociabilidad: la lectura en voz alta en la Europa Moderna” . En “El mundo como representación”, Barcelona, Gedisa, 1996.

Cirianni, Gerardo, Carola Diez y Miguel Angel Sánchez. “Cuchillito de palo. Actividades y juegos para leer y escribir con gusto”. Libros del Rincón, México, 1997. Consejo Nacional de Fomento Educativo,





Eduardo Sacheri
Nació en Buenos Aires en 1967. Es profesor y licenciado en Historia, y ejerce la docencia universitaria y secundaria.
Comenzó a escribir cuentos a mediados de la década del noventa.
Publicó los relatos de Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol -editado en España como Los traidores y otros cuentos- (2000), Te conozco, Mendizábal y otros cuentos (2001), Lo raro empezó después, cuentos de fútbol y otros relatos (2004), y su último libro, Un viejo que se pone de pie, y otros cuentos (2007).
Algunas de sus narraciones han sido publicadas en medios gráficos de Argentina, Colombia y España, e incluidos por el Ministerio de Educación de la Nación en sus campañas de estímulo de la lectura.
Su novela La pregunta de sus ojos (2005) fue llevada al cine por director Juan José Campanella y ganó un Oscar como mejor película extranjera.