miércoles, 4 de julio de 2012

Emotivo relato sobre los libros y la lectura de una docente de la Localidad de La Clotilde, Provincia del Chaco

Confieso que he leído...
Ésta es una especie de confesión tardía que involucra a la biblioteca de mis abuelos, a mi maestra, y al libro que me robé una tarde para llevarlo a la escuela, porque no podía dejar de leer la historia que había empezado.

Mucho se habla siempre sobre la diferencia entre el paisaje de los juegos y el mapa de las obligaciones, esa diferencia que casi siempre separa lo que nos gusta hacer de lo que hay que hacer. ¿De qué lado de esta oposición ponemos a la lectura, tanto en la escuela como en casa?

Pero vamos a ordenar los hechos de mi confesión: todo empezó en un antiguo armario de madera marrón oscuro. En sus puertas tenía un vidrio esmerilado amarillo que dejaba ver tenuemente cuatro o cinco estantes repletos de libros. Los había de todos los tamaños y grosores. Me recuerdo allí, con las puertas de par en par abiertas parada frente a él o sobre una silla en puntitas de pie, para alcanzar la parte más elevada. En el patio estaba mi abuelo sentado en su mecedora, leyendo algo: me miraba por sobre los anteojos y sonreía son pronunciar palabra.

Mientras tanto, yo disfrutaba de ese olorcito tan particular mezcla de madera y libros viejos. Creo verme aún allí, acariciando tapas, identificando texturas con las yemas de mis dedos aún pequeños, inspeccionando títulos, devorando palabras y fantaseando con imágenes o descubriendo por casualidad alguna que otra flor seca entre sus páginas, oyendo a mi abuela decir emocionada “eso lo hizo tu madre”.

Pocas cosas de mi infancia quedaron marcadas tan a fuego como la biblioteca de mi abuela. Yo iba allí con frecuencia, especialmente en vacaciones o los fines de semana, y esperaba ansiosa el momento de retomar mi lectura, que tenía cuidadosamente señalada. Me sentaba en el suelo o me recostaba en una cama y pasaba allí largos momentos con los libros. La hora de la siesta era la ideal. Porque nadie interrumpía ese mágico encuentro con las palabras.

Describo estos climas especiales porque sirven para que comprendan lo que sucedió. ¡Aquel mundo maravilloso de la biblioteca era mi lugar! Allí mi imaginación dibujaba cada personaje, cada circunstancia. Allí, sólo allí, aprendí a emocionarme de verdad, a llorar, a reír, a gozar y a sufrir. Disfrutaba de esos momentos y me sentía plena. ¡En aquel sitio me enamoré de las palabras!

Recuerdo el día en que tomé un libro pequeño (el que me acabaría robando), lo abrí y empecé a leer: era una modesta edición de “Platero y yo”.

Quedé atrapada. Me parecía ver a Platero corriendo por el campo de mi abuela, podía casi tocarlo, olerlo, me sentía íntimamente ligada a él, compartía cada aventura, cada alegría, cada dolor. El fin de semana pasó tan rápido que no pude terminar de leerlo, así que tomé el libro y lo metí en una cartera negra, entre mis útiles de quinto grado.

Después, el lunes, en clase, la maestra me “pescó” leyendo. Las cosas se complicaban, y temí por el libro. Recuerdo el cosquilleo en mi cuerpo cuando ella preguntó:

-¿Qué estás leyendo?
-“Platero y yo”- le contesté casi sin voz.
-¿Y de dónde sacaste ese libro?
-De la biblioteca de mi abuela.
Ella tomó el libro entre sus manos y yo creí que no me lo devolvería jamás.
-¿Te gusta?
-¡Sí!- Respondí con seguridad.
Para mi sorpresa comenzó a leerlo en voz alta para toda la clase, con esa voz tan dulce, tan particular (¡tan de maestra!). Luego bajó la mirada y me dijo “seguí vos”. EL caso es que Platero anduvo de mano en mano, y todos terminamos leyendo juntos aquel libro.

Hoy pasaron ya más de veinte años desde entonces, y aún siento esas cosquillas en la panza, entre el miedo por la travesura y la convalidación de un vínculo con los libros estimulado por mis abuelos y mi maestra.

Ahora levanto los ojos y veo corretear a una nena rubia de ojos claros, muy parecida a míen aquél entonces y me dice: “¿Me leés un cuento, mamá?”.

Mi corazón se estremece y me pregunto si ella podrá experimentar también esa íntima relación con la lectura. Esa lectura no obligada, sino la que se elige con el corazón, esa que te permite el encuentro con las palabras bellas, las emociones, los sonidos, las sensaciones. Esa lectura capaz de despertar la sensibilidad estética, el deleite, la fantasía. Ojala todos nuestros hijos, en la escuela y en la casa, encuentren un espacio donde puedan descubrir el mundo (los mundos) del libro, con libertad y confianza.

Bien; termina aquí mi confesión: hasta hoy nunca te dije que me llevé el libro de Platero a casa, querida abuela, pero, ¿Sabés?... Todavía lo conservo bien guardado, y no pienso devolvértelo hasta el día en que mis hijos puedan leerlo solos.

Lilián Estela Cur
Docente, EEP N° 219 
La Clotilde, Chaco

Las bellas ilustraciones pertenece al portugués André Letria.