Historias de cronopios y de famas (1962)
Sinopsis:
Historias de cronopios y de famas es uno de los libros legendarios de Julio Cortázar.
Postulación de una mirada poética capaz de enfrentar las miserias de la rutina y del sentido común, Cortázar toma aquí partido por la imaginación creadora y el humor corrosivo de los surrealistas. Esta colección de cuentos y viñetas entrañables es una introducción privilegiada al mundo inagotable de uno de los más grandes escritores de este siglo y un antídoto seguro contra la solemnidad y el aburrimiento.
Sin duda alguna, con este libro Cortázar sella un pacto de complicidad definitiva e incondicional con sus lectores.
Historias de cronopios y de famas es uno de los libros legendarios de Julio Cortázar.
Postulación de una mirada poética capaz de enfrentar las miserias de la rutina y del sentido común, Cortázar toma aquí partido por la imaginación creadora y el humor corrosivo de los surrealistas. Esta colección de cuentos y viñetas entrañables es una introducción privilegiada al mundo inagotable de uno de los más grandes escritores de este siglo y un antídoto seguro contra la solemnidad y el aburrimiento.
Sin duda alguna, con este libro Cortázar sella un pacto de complicidad definitiva e incondicional con sus lectores.
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Manual de instrucciones
Instrucciones
para llorar
Dejando de lado los motivos, atengámonos
a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese
en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza.
El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un
sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues
el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si
esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo
exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho
de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando
ambas manos con la palma hacia dentro. Los niños llorarán con la manga del saco
contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del
llanto, tres minutos.
Instrucciones
para cantar
Empiece por romper los espejos de su
casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola
nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como
un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas
semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye
un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de
pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por
la nariz y deje en paz a Schumann.
Instrucciones-ejemplos
sobre la forma de tener miedo
En un pueblo de Escocia venden libros con
una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca
en esa página al dar las tres de la tarde, muere. En la plaza del Quirinal, en
Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el
cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros
que luchan con sus caballos encabritados.
En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón
que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última
farola.
Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo.
De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o
quizá de miga de pan pintada. Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un
viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de
sucias mariposas de papel. Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó
a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse
el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy
finos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz
grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado
ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es
de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices,
y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa
vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y
tiene medias de mujer.
Ocupaciones raras
Correos y
telecomunicaciones
Una vez que un pariente de lo más lejano
llegó a ministro, nos arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia
en la sucursal de Correos de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres
días que estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad extraordinaria
que nos valió la sorprendida visita de un inspector del Correo Central y un
suelto laudatorio en La
Razón. Al tercer día estábamos seguros de nuestra
popularidad, pues la gente ya venía de otros barrios a despachar su
correspondencia y a hacer giros a Purmamarca y a otros lugares igualmente
absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra libre, y la familia empezó a
atender con arreglo a sus principios y predilecciones. En la ventanilla de
franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de colores a cada comprador
de estampillas. La primera en recibir su globo fue una señora gorda que se
quedó como clavada, con el globo en la mano y la estampilla de un peso ya
humedecida que se le iba enroscando poco a poco en el dedo. Un joven melenudo
se negó de plano a recibir su globo, y mi hermana lo amonestó severamente
mientras en la cola de la ventanilla empezaban a suscitarse opiniones
encontradas. Al lado, varios provincianos empeñados en girar insensatamente
parte de sus salarios a los familiares lejanos, recibían con algún asombro
vasitos de grapa y de cuando en cuando una empanada de carne, todo esto a cargo
de mi padre que además les recitaba a gritos los mejores consejos del viejo
Vizcacha. Entre tanto mis hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas,
las untaban con alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas. Luego las
presentaban al estupefacto expedidor y le hacían notar con cuánta alegría
serían recibidos los paquetes así mejorados. «Sin piolín a la vista», decían.
«Sin el lacre tan vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va
metido debajo del ala de un cisne, fíjese.» No todos se mostraban encantados,
hay que ser sincero.
Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi
madre cerró el acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el público
una multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios de los telegramas,
giros y cartas certificadas. Cantamos, el himno nacional y nos retiramos en
buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera en la cola de
franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un globo.
Perdida y
recuperación del pelo
Para luchar contra el pragmatismo y la
horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna
el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el
medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se
engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un
poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de
recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del
lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del
caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que
va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán
muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para
examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el
interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto
significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar
en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita
comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo
ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos
ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que
sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente
herrumbrada del caño.
Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los
departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes
llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos
generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos
posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece,
entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente
nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad.
Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a
deslizamos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una
linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores
y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes
habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero
que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.
Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber
llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos
semejantes 20 al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un
pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi
siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del
calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito
de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra
una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de
cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá
a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa
de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos
permitirán continuar la búsqueda.
Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos
centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso,
o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo.
Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de
los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir
prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería
aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el
alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.
Material plástico
Trabajos de
oficina
Mi fiel secretaria es de las que toman su
función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro
lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar
un pobre pelito.
Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en
mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones,
un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones
y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la
oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo,
no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante,
las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la
boca un adjetivo prescindible —porque todos ellos nacen fuera de la órbita de
mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo—, ya está ella lápiz en mano
atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y
sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en este mismo instante la
dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo
viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a
enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al
viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe,
llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan,
con sus juegos y sus brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria
arregla entre tanto la oficina, distraída en apariencia pero pronta al salto. A
mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su
horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las
palabras vedadas, las tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da
esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este
gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.
El diario a
diario
Un señor toma el tranvía después de
comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con
el mismo diario bajo el mismo brazo. Pero ya no es el mismo diario, ahora es un
montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de plaza. Apenas
queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un
diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón
de hojas impresas.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas
se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee
y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa
y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que
sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.
Historia
verídica
A un señor se le caen al suelo los
anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se
agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero
descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido y
comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se
encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero
almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde
se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los
anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los
designios de la
Providencia son inescrutables y que en realidad el milagro ha
ocurrido ahora.
Aplastamiento
de las gotas
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve.
Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con
goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno
detrás de otro qué hastío.
Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la
ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos
apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se
cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se
agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que
cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una
viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida,
brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto,
sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del
caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas.
Adiós.
Historias de cronopios y de famas
Conservación
de los recuerdos
Los famas para conservar sus recuerdos
proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con
pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan
parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a
Quilmes», o: «Frank Sinatra».
Los cronopios, en cambio, esos seres
desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres
gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician
con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los
escalones». Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas,
mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean.
Los vecinos se quejan siempre de los
cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las
etiquetas están todas en su sitio.
Viajes
Cuando los famas salen de viaje, sus
costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y
averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de
las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando
los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de
sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de
guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la
ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un
aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza
recibe el nombre de "Alegría de los famas".
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya
se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran
precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que
estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros:
"La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche
que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día
se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son
como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.
El Almuerzo
No sin trabajo un cronopio llegó a
establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre
fichero y currículum vitae. Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un
fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció
que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas
inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida,
pero más por poesía que por verdad. A la hora del almuerzo este cronopio gozaba
en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las
mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como
espíritu y conciencia, que la para-vida escuchaba como quien oye llover -tarea
delicada. Por supuesto, la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y
la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley
Fitzsimmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones,
y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de muerte.
Pañuelos
Un fama es muy rico y tiene sirvienta.
Este fama usa un pañuelo y lo tira al cesto de los papeles. Usa otro, y lo tira
al cesto. Va tirando al cesto todos los pañuelos usados. Cuando se le acaban,
compra otra caja.
La sirvienta recoge los pañuelos y los guarda para ella. Como está muy
sorprendida por la conducta del fama, un día no puede contenerse y le pregunta
si verdaderamente los pañuelos son para tirar.
-Gran idiota- dice el fama, no había que preguntar. Desde ahora lavarás mis pañuelos
y yo ahorraré dinero.
La foto salió
movida
Un cronopio va a abrir la puerta de
calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una
caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que
si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se
hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave,
puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera
llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de
música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los
floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos
de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre
a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el
paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos,
cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos
acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el
cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina
mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un
hormiguero o un libro de Samuel Smiles.